«Mamarrachos»

 

Por esas cosas de la memoria histórica asocio a la muerte de Pinochet mi primera lectura del famoso poema de Benedetti «Obituario con hurras»: murió el cretino / vamos a festejarlo / a no ponernos tibios / a no creer que este / es un muerto cualquiera / vamos a festejarlo / a no volvernos flojos / a no olvidar que este / es un muerto de mierda. Lo busco en la revista digital Rebelión que seguía entonces, cuando era aún un estudiante de la facultad de Derecho, y descubro que está fechado el 10 de junio de 2004; miro en los periódicos: aquel día nos dejó Ray Charles. En realidad, la revista dirigía la diatriba a Ronald Reagan, fallecido tan solo cinco días antes, como el mismo escritor aclarara en el siguiente enlace. Vamos a festejarlo (…) / los que quieren a alguien / los que nunca se olvidan. Por esas cosas de la vida, me quedé con las palabras y me olvidé del cuerpo.

Al contrario que Benedetti, Darren Hayman, líder de la banda Hefner, no dio pie a la confusión: su «The Day that Thatcher Dies» resulta inequívoca: el día que muera Thatcher / reiremos / aunque sepamos que no está bien / pasaremos la noche cantando y bailando. La telecaster sucia de Hayman siempre sonó bien en directo, y aún más en este en la BBC, en los estudios del gran John Peel, acompañado en las voces por Amelia Fletcher, líder de un puñado de grupos memorables e icono del indie hecho en las islas. Economista de carrera, Fletcher ocupa ahora un cargo en una autoridad estatal financiera, la reguladora FCA. Ding, dong, la malvada bruja ha muerto. El álbum We Love the City se reeditó en 2009: para entonces, Thatcher sufría una avanzada demencia y ni siquiera podía recordar la muerte de su esposo. Menos aún, supongo, la penúltima canción del disco de una banda que, pese a su influencia e impronta, nunca vendió demasiado.

De Pinochet a Reagan y Thatcher median, al menos, unas elecciones democráticas. Manuel Marín fue elegido diputado por la provincia de Ciudad Real en las primeras elecciones democráticas en España en junio de 1977. Falleció ayer, víctima de un cáncer; hoy, todos los periódicos le dedican obituarios ejemplares, algunos incluso hermosos. Desde el PSOE, partido en el que militase sin perder de vista que el objetivo último y aún no alcanzado en esta etapa es, quizás, la superación de la supremacía del aparato, le dedican grandes palabras: «un referente del socialismo español». El Partido Popular mostró a través de las redes sus condolencias: «Nuestro pésame y cariño a los familiares y amigos de Manuel Marín, que fue presidente del Congreso y gran impulsor de la adhesión de España a la Unión Europea». Juncker, en el mismo medio: «Muy triste por la muerte de mi amigo Manuel Marín, excomisario español y padre del programa Erasmus. Un referente de la vocación europea de España. Un honor para mi haber compartido con él el honoris causa de la Universidad de Salamanca. Mi más sentido pésame a su familia». Ciudadanos: «Manuel Marín pasará a la historia por ser una figura clave que facilitó el camino en Europa». A disposición del lector queda en no pocos medios su labor al frente de las instituciones de las que formó parte. En lo personal, sabemos que, además de amigos y compañeros, deja mujer y dos hijas. Todos resaltan la ejemplaridad de la persona que nos deja. En estas declaraciones encuentro al Félix Romeo del que hablaba ayer.

Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, escribe: «Marín trabajó por causas tan importantes como la incorporación de España a la Unión Europea y la lucha contra el cambio climático. Un abrazo a los familiares y amigos que sufren su pérdida». Los responsables de la cuenta de Izquierda Unida Madrid Centro comentan, en un intento por manchar su memoria, sin aportar nada más: «Otra causa no menos importante fue la presidencia de la ‘Fundación Iberdrola'». Una seguidora les pedía, por favor, que dejaran de poner en ridículo a sus propios electores, entre quienes ella misma se cuenta. Hace unos días fallecía un chico en Madrid de quien apenas sabemos que, entre sus aficiones, destacaba el ocio electrónico. Una neumonía mal curada se llevaba la vida de un joven de treinta y un años con problemas de peso y las defensas bajas. Solía analizar los juegos —»muy bien jugados», como dicen de él sus compañeros— que le gustaban en vídeos que subía a la plataforma YouTube, de forma amateur, exagerada, apasionada. No han faltado en los comentarios insultos e injurias a su vida y su memoria porque prefiriera alguna marca de videojuegos sobre otra.

Un geógrafo bien instruido sería capaz de delimitar el cauce y recorrido de un río de mierda que, si bien no comienza en las poéticas cumbres de Benedetti, hoy viene a desembocar en las oficinas de un partido político en el centro de Madrid, dejándolo todo perdido, incluidas, claro, sus papeletas, y no sé si diera con convocar a las bases para limpiarlo.

Inequívocamente positivos

 

Hará un par de años fui a una charla de Manuel Cruz en La Térmica de Málaga sobre el amor, sentimiento que el escritor reivindicaba como alimento necesario para la vida y un bien a la altura de otros más dados a la literatura filosófica como lo son la justicia o la política. En todo este tema que tanto aburre a Ferlosio hay, intuimos a veces, una ausencia de amor, lo que en palabras de Martha C. Nussbaum se traduce en la falta de respuestas inteligentes a la percepción de valor [de la democracia].

El valor de los muertos en las calles, hay que ser ruin para frivolizar con eso. Andamos como locos buscándonos en La libertad guiando al pueblo de Delacroix sabiendo que es un gran formato en el que cabemos todos, y así, a empujones, resulta sencillo perder la perspectiva. A los moribundos del lienzo, tirados por el suelo, les han robado hasta las medias. A veces confundimos la exégesis de la obra, situándola en los años de la revolución, cuando en realidad corresponde a los días conocidos como les trois glorieuses, tres calurosas jornadas de verano en las que un buen número de ciudadanos de la capital francesa se levantó en armas contra Carlos X. De aquellos días Heinrich Heine escribe: «¡qué bello es el sol! ¡Y qué grande era el pueblo de París!». Tras una serie de decretos que coartaban la libertad de prensa, de reunión y asociación y la proclamación de la disolución del Parlamento, unas ocho mil personas se lanzaron a las calles para combatir durante tres días contra las tropas reales, unos doce mil soldados, tras abastecerse de mosquetes, sables y pistolas en los museos históricos de la ciudad. Unos días antes, el prefecto de la capital aseguraba al monarca: «haga lo que haga, París no se moverá». Un buen número de soldados se negó a disparar. Quienes a buen seguro no se movieron aquellos días fueron los opinadores que habían alentado a la sublevación. Ninguno tomó su lugar tras las barricas, esos recipientes rellenos de tierra que constituían la base sobre la que se amontonaban árboles caídos, mesas, armarios y muebles de las casas de los revolucionarios. Cuando el otro día veía en un vídeo a un profesor lamentándose de la ausencia de violencia en las calles, dando a entender que esta hubiera sido la única manera de alcanzar la independencia, pensé que en el momento en que viera a gente sacar decidida las mesitas al carrer, solo entonces habría motivos para la preocupación.

Victor Hugo, emblema de los románticos, no salió a defender sus ideales, pues su mujer estaba en ese mismo momento dando a luz, un parto largo al parecer. Más de nueve meses tardaría en escribir, en honor a lo que consiguiera aquella turba, Los miserables. Delacroix, hijo de un alto funcionario imperial, aunque en realidad ilegítimo del príncipe de Talleyrand, amante de su madre, no parecía entusiasmado con el alzamiento, hasta que vio ondear la bandera tricolor, abandonada en Francia tras la derrota de Napoleón en Waterloo veinte años atrás. «¡Si no he vivido por la patria, al menos pintaré para ella!». Hoy he pensado en el lamento del pintor al leer una tribuna de Andrea Mármol sobre la normalidad democrática como marco, sobrio y aburrido, en el que investigar y dar rienda a los sentimientos. Ya la hubiera querido Delacroix. «Siento vibrar en mí todas las pasiones», escribe Baudelaire en su poema «La música»; entonces el poeta tenía tan solo nueve años, y deberá esperar a la próxima revolución, como también lo hará uno de sus comentaristas más representativos, el escritor Hyppolite Taine. Sobre la Francia que ha de seguir, señala: «El Estado tiene un plan: suprimir los grandes destinos, la amplitud de miras, cualquier herencia y cualquier aristocracia, compartirlo todo, producir grandes cantidades de semicultura y semibienestar, conseguir que de quince a veinte millones de personas sean pasablemente felices». De Taine es también este aforismo: «Existen cuatro tipos de personas en el mundo: los enamorados, los ambiciosos, los observadores y los imbéciles. Los más felices de todos son los imbéciles».

Uno de los textos más apasionados que he tenido la suerte de leer en los últimos años —gracias, Irene— es Amarillo, de Félix Romeo, sobre el suicidio de su amigo, el también escritor Chusé Izuel, una tarde de 1992 en la que el joven, de tan solo veintiún años, se arrojó a la calle desde el balcón de la calle Borrell de Barcelona en la que vivían. Hasta donde yo sé, la Junta Electoral Central aún no se ha pronunciado sobre el libro. No es una novela, no es una memoria, es otra cosa que Ismael Grasa desde Letras Libres puede contar mucho mejor que yo, porque lo hace muy bien y porque Félix y él fueron compañeros en lo profesional y amigos en lo personal. Romeo parece escribir un cariñoso homenaje y, a la vez, un firme reproche a su amigo, a los cobardes como él que deciden renunciar a la vida, a las otras vidas, incapaces de superar las «particulares tragedias» de las que hablara Andrea Mármol.

Estos días amarillos en Barcelona, en un año de sequías, se echa de menos a Félix Romeo, fallecido en 2011. Daniel Gascón dice de él: » No hace falta estar siempre de acuerdo para admirarlo, pero releerlo siempre ofrece sus recompensas: está lleno de humor, erudición, inteligencia e intuiciones. El pensamiento de Félix nunca era estático, y no era uno de esos que encabezan su opinión con la declaración un tanto deprimente de ‘Siempre he dicho’. Pero en su manera de ver el mundo, más moral que política, había dos elementos constantes: el rechazo al relativismo cultural y un impulso libertario. Decía a menudo que no quería para los demás algo peor que lo que él tenía. Su defensa de la libertad y la independencia era algo físico, y generaba consecuencias que afrontó».

Bendita normalidad, Félix Romeo, y su lectura y experiencia como forma de ser, o llegar a ser, «inequívocamente positivos».

Certificados de empatía

 

Todos nosotros, todos nosotros,

todos nosotros

intentando salvar 

nuestras almas inmortales, por

caminos 

en algún caso más sinuosos y

misteriosos

aparentemente

que otros. Estamos

pasándolo bien aquí. Pero con la

esperanza

de que todo me será revelado

pronto.

RAYMOND CARVER, «En Suiza»

 

 

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«Si notas el dolor de la Tierra, o sufres ataques de pánico porque alguien a tu alrededor esté nervioso o inquieto, puede que seas un empático«. No cabe la menor duda de que Hannah Ewens lo es, pues cumple con el decálogo de turno: pasa la mayor parte del tiempo haciendo el vago, quiere empezar a vivir la vida a su manera, se tapa los oídos al paso del tren, grita libre a pleno pulmón en la explanada. Aunque tan solo está despertando a este nuevo superpoder que ya comienza a manifestarse de manera empírica, Hannah siente la injusticia en la boca del estómago. Acompañamos a Hannah en esta aventura, su nosce te ipsum, por un sinfín de domicilios particulares, salitas de espera de dentistas y clases privadas no presenciales en busca de un maestro: un buen Virgilio puede llegar a salir por unos doscientos dólares la hora. Uno que se tire de los pelos, como Don Música en Barrio Sésamo. «¿Qué rima con bicicleta? ¿Cuchufleta, quizá? ¡Oh, no! ¡Nunca lo conseguiré!»

 

Todos nosotros, intentando salvar nuestras almas inmortales, por caminos en algunos casos más sinuosos y misteriosos aparentemente que otros. Y más baratos. Por ejemplo, por cuarenta y cinco euros puede uno encargar una copia de las seis charlas que diera el compositor Leonard Bernstein en la Universidad de Harvard en 1973, cuando ocupaba la cátedra de Charles Eliot Norton Professorship of Poetry, recogidas en un libro que lleva por título The Unanswered Question. No crea el lector que al finalizar los capítulos será capaz de dar una respuesta definitiva a este interrogante en mayúsculas por desvelar pero, como el propio autor dice, estaremos en posición de realizar hipótesis algo más instruidas.

La primera de estas lecciones gira en torno a la fonología musical. Bernstein procura trazar un paralelismo entre música y gramática con el propósito de encontrar un equivalente al hablante ideal de la gramática universal de Chomsky. Aunque los modelos generativistas están hoy a medio superar, no podemos olvidar el soplo de aire fresco que supusieron en el tercer cuarto del siglo XX los intentos de dar con la lingüística que conectara a todos los seres humanos desde su nacimiento en un mundo de diferencias a menudo irreconciliables. Bernstein constata que las mismas cuatro notas, ordenadas de distinta manera —Chomsky lo denominará recursividad— forman la base de la fuga en do sostenido menor para el Clave bien temperado de Bach, la Rapsodia española de Ravel, el Octeto de Stravinsky o una composición hindú, y que si bien el gusto por una u otra o nuestra tolerancia se basa en factores socioculturales, nuestra estructura mental es la misma, común al conjunto de la humanidad. Si para Hannah Ewens su condición de empática depende de acertar las ambiguas respuestas de un cuestionario, para Bernstein simplemente forma parte de la condición humana.

El 26 de julio de 1944 el compositor escribe una carta a su amigo, el director de orquesta ruso Serge Koussevitzky, en la que le envía el boceto de una nueva pieza que quiere llevar a cabo con la mayor brevedad y, sin embargo, sin perder un ápice de calidad. «Quiero que la interpretes, y que esté a la altura de tu grandeza. Con amor, Lenushka». Bernstein terminará la que ha de convertirse en su segunda sinfonía en 1949. La titulará finalmente La edad de la ansiedad, como el poema largo homónimo de W.H. Auden publicado tan solo un par de años antes, una composición poética para muchos fallida de un autor que había perdido la chispa al abandonar —ellos dirían más bien huir— Inglaterra durante los bombardeos. De poco sirvió que Eliot la calificara su mejor obra hasta la fecha. Al comienzo del poema, cuatro personas, tres hombres y una mujer, beben solitarias en un bar en Nueva York en tiempos de guerra en la que el autor denomina la Noche de todas las almas. Uno de ellos observa el cristal del vaso y se pregunta: My deuce, my double, my dear image / Is it lively there, the land of glass / Where song is a grimace, sound logice / A suite of gestures? You seem amused. / How well and witty when you wake up, /  How glad and good when you go to bed, / Do you feel, my friend? 

Borrachos en la madrugada, los cuatro terminan yéndose al apartamento de la mujer, Rosetta. Allí, y sin aparente ánimo de flirtear, bailarán y cantarán y darán vueltas hasta que unos se marcharán y otros caerán mareados en la cama. En la sinfonía de Bernstein ocupa el segundo movimiento de la segunda parte, titulado «La máscara», y está dominado por un piano centelleante que él mismo tocara en su primera representación en Israel y que, según dijera su hija Jaime, conseguirá lo que no pudo Auden en el poema: «retorcer a los personajes más allá de la razón en su deseo por ocultar la triste existencia».

Las charlas de Bernstein, el poema de Auden, la edición de la sinfonía: no alcanza todo los doscientos euros. Con ellos, el cuestionario de empatía resulta más acertado, y su certificación algo más barata.

En el Día Mundial de la Lucha contra el Sida

 

 

JUDGE GARRET. In this courtroom, Mr. Miller, justice is blind to matters of race,

creed, color, religion and sexual orientation.

JOE MILLER. With all due respect, your honor, we don’t live in this courtroom, do we?

JONATHAN DEMME, Philadelphia

 

Cada uno de diciembre desde hace veintinueve años se celebra el Día Mundial de la Lucha contra el Sida. La Wikipedia señala que la elección de la fecha se debe a que, habiendo pasado ya las elecciones en Estados Unidos —como siempre, primer martes después del primer lunes de noviembre—, los medios de comunicación dedicarían a todo lo que rodea a la enfermedad el espacio que se merece. Cuenta Olivia Laing en The Lonely City como en octubre de aquel año, 1988, un grupo de personas se reunieron frente a la FDA de Nueva York, la Administración de Alimentos y Medicamentos, para protestar, entre otras cosas, por el elevado precio del AZT, un fármaco que inhibía la transcriptasa inversa en el retrovirus. Entre los asistentes se encontraba el polifacético David Wojnarowicz, a quien debemos la serie de instantáneas en las que esconde su rostro tras la máscara de Arthur Rimbaud en un puñado de rincones de la ciudad de Nueva York. La leyenda de la chaqueta que llevaba esa mañana de otoño se ha hecho famosa gracias a una fotografía: Si muero de sida, ni se os ocurra enterrarme: tan solo tirad mi cuerpo en las escaleras de la FDA.

 

wojnarowicz

 

Wojnarowicz compartió buena parte de su vida con otro artista, el fotógrafo, Peter Hujar, su amante, su amigo, confidente y mentor, veinte años mayor que él. La Fundación Mapfre le ha dedicado una exposición este año. A Hujar le diagnosticaron la enfermedad el tres de enero de 1987. David recordaba con rabia ese momento en septiembre del mismo año en que fueron a almorzar a un restaurante y, tras comenzar a probar la comida que habían pedido, el dueño al darse cuenta de que eran homosexuales y tenían aspecto de enfermos les pidió que se fueran. Esto, claro, es un eufemismo que no debería utilizar. El 26 de noviembre fallecía en el hospital acompañado como siempre por Wojnarowicz, quien, cámara en mano, tomó una serie de fotografías en blanco y negro de su alma gemela en el lecho de muerte. En Living Close to the Knives, Wojnarowicz escribe: «and his death is now as if it’s printed on celluloid on the backs of my eyes». También a él le será diagnosticada la enfermedad; Wojnarowicz fallece tan solo cuatro años más tarde.

 

 

 

 

 

A continuación, un autorretrato del propio Hujar, firmado en 1980:

 

vivid

 

Thom Gunn, devastado por las cifras de muertos relacionados con el sida, escribió un poema titulado «In Times of Plague»: mis pensamientos están llenos de muerte / y ello pesa tan extrañamente sobre lo sexual / que me siento confuso / confuso de sentirme atraído, / en efecto, por mi propia aniquilación. Abiertamente homosexual, Gunn se radicó en los Estados Unidos con veinticinco años, y desde entonces declarará sentirse por encima de todo californiano, aunque su acento diera muestras claras de su origen británico, como podemos comprobar al oírle en este vídeo recitar su poema «Her Pet» escrito en 1992, el mismo año de la muerte de Wojnarowicz. El poema, una elegía, trata sobre la escultura funeraria de Valentina Balbiani, mujer del canciller René de Birague, realizada por el francés Germain Pilon, que podemos hoy ver en el Museo del Louvre y que Gunn se encontrara entonces leyendo Alto Renacimiento, obra de referencia en el mundo del arte de Michael Levey:

 

I walk the floor, read, watch a cop-show, drink,

Hear buses heave uphill through drizzling fog,

Then turn back to the pictured book to think

Of Valentine Balbiani and her dog:

She is reclining, reading, on her tomb;

But pounced, it tries to intercept her look,

Its front paws on her lap, as in this room

The cat attempts to nose beneath my book

 

balbiani vivid

 

Gunn describe en un primer momento la parte superior del conjunto escultórico dedicado a Balbiani. En él podemos ver a la mujer tan orgullosa como serena, recostada sobre un almohadón mientras ojea las páginas de un libro. Su perro intenta con gracia hacerse dueño de su atención, ella reacciona esbozando una sonrisa. En la última estrofa, Gunn describe la parte inferior, dedicada a la muerte. Su cuerpo puede haberse visto corrompido; no así todo lo demás.

 

balbiani mort

 

In the worked features I can read the pain

She went through to get here, to shake it all,

Thinking at first that her full nimble strength

Hid like a little dog within recall

Till to think so, she knew, was to pretend

And, hope dismissed, she sought our pain at length

And laboured with it, to bring on its end.

 

Todos estos artistas, desde Wojnarowicz hasta Pilon, parecen hacer lo mismo. También Jonathan Demme en Philadelphia, mostrándonos los últimos y dignificantes días de ese abogado que, como Hujar en el restaurante, se enfrenta no solo a la muerte, sino a lo peor de nuestra sociedad. Hoy José Manuel Ruiz contaba en las redes cómo había «reportado» a alguien que celebraba una paliza por motivos homófobos que ha dejado a la víctima en el hospital. Vuelvo sobre los pasos de lo que intenté hacer por aquí hace tan solo unos días.

Dos maestros: García Gual y Victoria Eugenia

 

Solo quien levantó la lira,

incluso entre las sombras,

puede expresar, adivinándola,

la infinita alabanza.

RAINER MARIA RILKE, Sonetos a Orfeo, IX

 

Garcia Gual

 

Victoria Eugenia pudo haber dado a su primer hijo el nombre del colérico Aquiles pero, finalmente, terminó llamándolo Héctor, a sabiendas de su tragedia. Siempre tan enérgica, sobre este asunto ella prefiere guardar silencio, suscitando una reflexión callada que, años más tarde, tendría su eco en el libro de un compañero. En las cenas de empresa que se aproximan, Victoria Eugenia sabe que la palabra menú comparte origen con «menudo» o «minucia», mientras que la palabra carta en italiano es lettera, y en razón de todo esto pedirá una cosa u otra en el restaurante.

Virginia Woolf escribió un ensayo corto llamado «Sobre no saber griego», publicado junto con otros en la colección El lector corriente. Se refería Woolf no tanto a conocer el idioma, como a realmente comprender la manera de pensar de los griegos antiguos, que para nosotros, pese a ser sus herederos culturales, nos es ya ajena. Yo no solo no domino la lengua ni la manera de pensar de aquellos griegos, sino que nunca fui capaz de leer ni tan siquiera la corteza de la mente de mi profesor de la materia en el instituto, el señor Montoya. Montoya, con mochila de cuero a la espalda, pantalones vaqueros, jersey liso y aires de aventurero, fue director en un tiempo en que la asistencia a clase era libre a todos los efectos: no es que uno pudiera decidir no acudir al centro educativo y manifestarse públicamente en los soleados parques y playas de la ciudad en horas matinales, sino que se permitía la entrada al recinto y aulas de cualquier manera y predisposición: con vinos, con perros, con motos en los pasillos. La anarquía montoyesca duró poco, dando paso a los modos dictatoriales de su sucesor, el profesor Padrón, personaje arisco, con el dedo índice siempre dispuesto. Hasta hace poco, a Montoya lo seguían recibiendo con pintadas en las pizarras —¡Montoya, director!—; sin embargo, derrotado él, sumido en la inmensa melancolía de los clásicos, pasaba las horas lectivas recortando papelillos sin aparente utilidad salvo, quizás, y solo quizás, para sí mismo.

«Solo soy un viejo profesor de griego». De esta manera agradecía ayer su ingreso en la Real Academia de la Lengua el helenista Carlos García Gual, según cuenta Manuel Morales en el diario El País. Ocupará un lugar en la institución y, con él, la responsabilidad de la custodia de la lengua, como señalara Clara Janés en su discurso de ingreso. En el suyo, Javier Marías habla de usos, desusos y mal usos, de heridas «incompatibles con la vida» por no decir mortales, de esos juicios de las películas en los que el relato del acusado es tan vago que el juez no puede sino pedirle que reproduzca en la sala los hechos, como si la palabra en sí ya constituyese una renuncia, una traición. «A Sebastián le pegué un tiro», dice Marías. «En esa frase no hay apenas relato, y menos literatura». Es fácil acordarse de una enorme película firmada por Preminger, Anatomía de un asesinato, y el momento en que defensa, acusación y juez se preguntan cómo introducir un asunto peliagudo, la mención a unas bragasEn su intervención hace un par de años, Félix de Azúa apuntaba que, si bien disponemos en nuestra lengua de una palabra para designar a los hijos que pierden a un padre o a una madre, no tenemos la valentía necesaria para iluminar aquella que designe a los padres que pierden a un hijo. Y es fácil acordarse de García Gual.

Rosa Montero, con quien optara ya el año pasado a ocupar un sillón, escribía en su libro El amor de mi vida sobre una reflexión que he oído varias veces a este profesor de griego: «Es bellísimo, desde luego, el encuentro de Príamo y Aquiles. Llega el viejo rey furtivamente al campamento enemigo, destrozado de dolor, tras diez días de ayuno y once noches de insomnio, y se presenta ante el cruel Aquiles, que lleva todo ese tiempo arrastrando y maltratando el cadáver de Héctor. Y Príamo se arroja al suelo, abraza las rodillas del héroe y besa sus manos: ‘Me he atrevido a hacer lo que ningún humano hizo hasta ahora: llevar a mi boca la mano del matador de mi hijo’. Llora Aquiles, conmovido por la grandeza del viejo al humillarse y recordando a su padre; llora Príamo, viendo a su hijo en la joven figura del guerrero que lo mató. Y luego comparten la comida, en silencio, mientras cae la noche, y el cuerpo de Héctor [que ha sido lavado y arreglado por orden de Aquiles] está tendido entre los ropajes del féretro, como si por encima de la guerra y la sangre persistiera un cierto sentido humano». No llega a mencionar Montero, aunque lo sabemos, que Aquiles no volverá a ver el rostro de su padre, pues pronto morirá atravesado por las flechas. No hay palabras para describir la Iliada, las obras de Homero, Aristóteles o las tragedias de Sófocles, pero García Gual lleva toda su vida haciéndolo, desde sus numerosos libros publicados, desde la Biblioteca Clásica Gredos o desde sus clases en la universidad.

Por recomendación de Victoria Eugenia leí el Arte de amar de Ovidio. El autor finaliza las dos secciones en las que divide su obra con una petición al lector: grabar en los trofeos conseguidos la frase Nasón era mi maestro. Hoy muchos nos alegramos por este viejo profesor de griego; su nombre adorna tantos trofeos que no hay institución donde meterlos.